Cómplices del plagio

Cómplices del plagio
Por Luis Fernando Granados en el Presente del Pasado

Una vez más, un historiador de credenciales impecables —graduado en El Colegio de México, profesor de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, patrocinado por el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología— ha sido expuesto como un fraude. A la comprobación de que presentó como libro propio una colección de ensayos publicados en otro país, lo que fue causa de su despido (el mes pasado), se agrega ahora la probabilidad de que usara el trabajo de otra persona para doctorarse. Todo indica además que robó varios de los artículos que le sirvieron para ganarse el nombramiento de “investigador nacional”.

(Aquí un ilustrativo reportaje de Gerardo Martínez para El Universalaquí un ejemplo de otro plagio. El libro que precipitó el escándalo es Religion in New Spain, compilación de Susan Schroeder y Stafford Poole [Albuquerque: University of New Mexico Press, 2007]. El libro que presentó como tesis es el de Cecilia Montero, La revolución empresarial chilena [Santiago de Chile: Dolmen, 1997].)

Naturalmente, el gremio está escandalizado. Y como hace casi dos años, cuando Boris Berenzon fue destituido como profesor de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, en los medios y las “redes sociales” la condena al plagiario ha estado acompañada de exhortos a elevar los estándares éticos en nuestras universidades.

Es obvio, sin embargo, que más pronto que tarde volveremos a escandalizarnos con otros casos semejantes: en la academia mexicana, el robo y el engaño, la impostura y el abuso, son cualquier cosa salvo excepcionales. (Para no ir más lejos, en estos días comienza a revelarse un otro escándalo en El Colegio de San Luis.) Por ello debería también ser obvio que los juicios morales sobre el comportamiento de Rodrigo Núñez Arancibia, por más naturales y necesarios que nos resulten, son a todas luces insuficientes como mecanismo para enfrentar la corrupción académica.

Como antes el asco ante la conducta de Berenzon, la indignación no sirve en realidad sino para escurrir el bulto, para ignorar la responsabilidad que tenemos todxs en la existencia de este tipo de prácticas profesionales. En justicia, Núñez y Berenzon son apenas una caricatura de lo que somos y hacemos colectiva y cotidianamente; son el rostro deformado de un estado de cosas en el que todxs participamos de manera menos reacia que jubilosa.

Ese estado de cosas, por supuesto, son los estímulos, los mecanismos de reconocimiento de la “productividad” académica con los que todxs vivimos y —si tenemos suerte y contactos— de los que también nos beneficiamos. Para decirlo con precisión: la causa de la corrupción académica es la manera en que se articulan el régimen laboral y la regulación disciplinaria en las universidades mexicanas, o sea el hecho de que el estatus y el salario de los profesores depende de la medición de su trabajo científico —y no tanto de su calidad.

La conducta de Núñez y de Berenzon sería mucho menos grotesca si el sistema todo de evaluación del trabajo académico no estuviera regido por principios que se antoja llamar fordianos; esto es, si no hubiéramos olvidado que nuestro oficio es más artesanal que fabril: que las ideas se cuecen a fuego lento, que las evidencias se construyen de a poco, que la escritura se hace palabra por palabra (y con diez mil tachaduras de por medio). Y también, por supuesto, si los salarios y las condiciones de trabajo no dependieran tanto de la cantidad de reseñas, artículos, capítulos y libros que publicamos.

Sin el estímulo de los estímulos, en otras palabras, la impaciencia por graduarse y por publicar, y así obtener un mejor salario y algún “prestigio” —que es indudablemente la pulsión que palpita en el fondo de estos plagios—, sería más o menos inocua; puede incluso que nos causara más lástima que indignación. Pero como vivimos en un ecosistema institucional que no reconoce la especificidad de nuestro trabajo —del nuestro y el de muchas otras disciplinas— y que, al mismo tiempo, precariza la creación de conocimiento toda vez que la entiende acuerpada en “productos” individuales, es prácticamente inevitable que todxs, en mayor o menor medida, caigamos en la tentación de tomar atajos, de inventar logros, de hacer trampas:

Un trabajo escolar presentado para aprobar dos o más asignaturas. Una ponencia repetida en más de una reunión académica. Una tesis presentada en la maestría y regurgitada en el doctorado. La reiteración incesante del mismo curso. La publicación de un mismo artículo en dos lenguas o dos países distintos, o de un artículo como parte de un libro sin hacerle modificaciones. La costumbre de llamar “coordinadores” a los compiladores de volúmenes colectivos y hablar de esos libros como si fueran suyos. La manía de culminar los proyectos de investigación con apenas un coloquio y una antología de ensayos. El reclutamiento de más tesistas de los que es posible orientar de manera regular y diligente. Los altares que hemos levantado a la “eficiencia terminal”. El desdén por el trabajo en las aulas.

Nada hay intrínsecamente perverso en (muchas de) estas acciones; algunas hasta son aceptadas y premiadas por ciertas universidades. Su perversión consiste más bien en que todas, o casi todas, obedecen a la necesidad de incrementar nuestro output académico, de ofrecer a los evaluadores —y quizá más bien: a los programas de cómputo donde se registran nuestras actividades— tantos ítems como sea posible. Entre más constancias acumulemos, más posibilidades habrá de subir de categoría, de ver aprobado nuestro proyecto, de asistir a otro examen de grado, de ser invitado a tal o cual congreso: en una palabra, de embolsarse unos miles de pesos más.

La codicia se transforma pronto en complicidad: hacerse de la vista gorda ante el chambismo ajeno suele redituar en complacencia cuando somos evaluados. Gestionar el espacio para una conferencia a menudo se traduce en una invitación para ofrecer un curso en otra parte. A la hora de hacer un coloquio invitamos sólo a los cuates y a los discípulos. Lectores y asesores de tesis compartimos (casi) la misma ansiedad por producir graduados; no es cosa de fijarse en pequeñeces como la calidad de una investigación. La consigna parece ser la misma en todas partes: hoy por tus estudiantes, mañana por los míos; hoy por tus estímulos, mañana por los míos.

Escribir menos libros y más artículos, “coordinar” libros y proyectos antes que volver al archivo y a la biblioteca, es por ello el curso de muchas carreras académicas. Más tarde se actúa como jurado de premios, se participa en comisiones dictaminadoras, se dirigen programas, centros, institutos. Como por casualidad, premiadxs, promovidxs y contratadxs suelen ser de nuestro círculo o haber ido a nuestra escuela. ¿Buscar fuentes? Que el trabajo de zapa lo hagan otros. (Hace tiempo que olvidamos que en el archivo se logra más que una mera acumulación de nombres, fechas, imágenes y cantidades.) ¿Ponerse a escribir? Que el primer borrador lo haga éste o aquella becaria; acaso les daremos un reconocimiento en las preliminares del libro, o más tarde nosdisculparemos por el “olvido” (pero sólo si hacen un escándalo).

La relación con lxs estudiantes se vuelve así más y más vertical: antes que discípulos o colegas en formación, lxs estudiantes se convierten en medios para producir más artículos, más capítulos y más libros “coordinados”, para llenar los formatos de las instituciones financiadoras; nos reemplazan en el salón de clases, califican los trabajos que no queremos leer. No falta quien lxs mande a la tintorería. Eso sí, en la revista de nuestra dependencia —”indexada” y toda la cosa— publicaremos sus trabajos escolares. Un día les dejaremos algunas de nuestras clases, aunque apenas hayan terminado la licenciatura. No escribiremos nunca una segunda o tercera monografía —y mejor ni hablar de ese proyecto colectivo e interdisciplinario—, pero no importa: año tras año nos acercamos un poco más al nivel III del Sistema Nacional de Investigadores.

Rodrigo Núñez Arancibia, como Boris Berenzon, llevó las cosas al extremo; eso es indudable. Pero sobrevivió y aun prosperó en la academia mexicana porque al menos desde que estudió el doctorado encontró colegas y maestrxs que miraron hacia otro lado, que no leyeron sus borradores, que pasaron por alto sus inconsistencias, que lo evaluaron de manera positiva, que lo contrataron, que lo promovieron, que publicaron “sus” obras. Ni El Colegio de México ni la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo ni el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología pueden tenerse por víctimas de su inmoralidad predatoria. En realidad fueron más bien sus cómplices.

Si de verdad queremos que su caso no vuelva a repetirse, creo que sería mejor —entre otras cosas— que acabáramos de una buena vez con la asociación entre “productos” de investigación y creación de conocimiento, que obligáramos a las instituciones a fundir en una sola bolsa los sueldos y los estímulos internos y externos, que revitalizáramos los mecanismos de evaluación públicos y colegiados, que homologáramos de verdad la docencia y la divulgación con la investigación. Por lo pronto, creo que es indispensable recordar que nuestro trabajo no puede evaluarse como se mide la “efectividad” de un ejecutivo de cuentas. Artesanal como es, cuidadito cuando está bien hecho, nuestro oficio se practica sin prisas ni pendejadas burocráticas, leyendo más de lo que se escribe, pensando más de lo que se publica. El modo de evaluarlo debería hacerse cargo de ello.

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